Viernes 29 de Marzo de 2024

LOCALES

14 de septiembre de 2014

Desde Sociales reflexionan en la previa al Juicio por Monte Peloni

Dos catedráticos de la Facultad, Marcelo Sarlingo y Roberto Bugallo, publicaron sendas columnas a través de la Agencia Comunica, que reproducimos en la nota.

Ideologías y prácticas omnirepresivas

Por Dr. Marcelo Sarlingo - Dpto. de Antropología Social

La represión organizada desde el poder estatal y a escala latinoamericana fue justificada por las lógicas de pensamiento producidas en el marco de la Guerra Fría. La política exterior norteamericana identificó  como enemigo mortal a todo el conjunto del camposocialista y a lo largo de sucesivas décadas esta identificación estructuró su política exterior. Así, miles de militares latinoamericanos eran enviados a la Escuela de las Américas, una de cuyas sedes estaba en Panamá, y allí recibían una currícula centrada en la materia denominada “contrainsurgencia”. Interrogatorios mediante torturas, infiltración y espionaje, secuestros y desapariciones de opositores políticos, combate militar urbano clandestino, guerra psicológica e investigación de las estructuras del enemigo eran los contenidos que los militares de los ejércitos latinos debían aprobar.

Pero además, el Ejército Argentino recibió una formación proveniente de la experiencia francesa en Indochina y sobre todo en Argelia, donde las tropas del ejército galo perfeccionan el método del secuestro, la tortura y la desaparición de personas de manera totalmente clandestina, en horas de la noche y organizados en pequeños grupos de oficiales y soldados. En rigor, esta preocupación francesa por socializar el conocimiento y la experiencia de su ejército colonial se denominó “Doctrina de la Contrainsurgencia”, mientras que el afán educador norteamericano se rotuló como “Doctrina de la Seguridad Hemisférica”.

Aceitando las dos modalidades de construcción represiva, el esquema terrorista del Estado Argentino desarrolló 340 campos de concentración gestionados por oficiales de las tres ramas de las Fuerzas Armadas (FF.AA.), se articuló a esquemas de represión en el Cono Sur y en otros países del continente, y luego de algunos años de impunidad estructural hasta hubo oficiales del Ejército Argentino que trabajaron como “asesores” en los procesos represivos de dictaduras de derecha en Centroamérica. En Argentina el Ejército Nacional anterior a 1976 ya tenía una larga tradición de represión popular y control violento de las poblaciones civiles. Podemos remontarnos a las terribles masacres operadas durante el período denominado “Campaña del Desierto” (1878-1885), continuando por los asesinatos de anarquistas y de cualquier obrero que osara sindicalizarse, y luego directamente contra todo lo que fuera popular, hasta llegar a una de las experiencias que antecedieron a la aplicación continental de la Doctrina de Seguridad Nacional: el Plan CONINTES (Conmoción Interna del Estado). Aplicado en 1958 durante el gobierno desarrollista de A. Frondizi, significaba poner las FF.AA. de la Nación a disposición total para la represión interna, buscando la detención de líderes opositores, el allanamiento y destrucción de las sedes de las organizaciones de trabajadores obreros, campesinos y estudiantes y la militarización de los grandes centros urbanos.

En este contexto (1976-1983), la represión llevada a cabo en Olavarría contra una treintena de personas que se definían como militantes en diversos tipos de organizaciones es muy fácil de entender, ya que cualquiera que simplemente panfleteara o propagara ideas a favor de alguna posición política de signo relativamente popular ya era definido como enemigo mortal. Ni hablar de aquellos que pensaran en accionar contra alguna de las estructuras empresarias o simplemente quisieran cambiar una porción de la realidad buscando mecanismos menos autoritarios para vivir y construir el futuro.


Hacia el fin de la impunidad

Por Abog. Roberto Nelson Bugallo - Investigador PROINCOMSCI

En 1992 el informe 28 de la Comisión Interamericana de DDHH consideró que las leyes 23.492 y 23.521 conocidas como leyes de Punto Final y Obediencia Debida eran incompatibles con la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre y con la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica). Ambas habían sido sancionadas por el Congreso argentino en 1986 y 1987 como consecuencia de las presiones de las Fuerzas Armadas después del juzgamiento y condena a los integrantes de las juntas de la última dictadura cívico-militar-eclesiástica.

Estas leyes cerraban la investigación a las violaciones de derechos humanos y fueron consideradas constitucionales por la Corte Suprema de la Nación y habilitaron el reclamo ante la instancia internacional interamericana. La Comisión Interamericana, con sede es Washington, recomendó al Estado argentino adoptar las medidas para esclarecer los crímenes e individualizar a los responsables.

Sin embargo, el gobierno no cumplió esa dicha recomendación y la Comisión no presentó el caso ante la Corte Interamericana. El incumplimiento fue reclamado durante décadas, y solamente el accionar persistente de familiares y los organismos de DDHH lograron trabajosamente que se abrieran las investigaciones en diversos Juzgados y Cámaras Federales de todo el país, invocando el “derecho a la verdad”, derecho de los familiares a conocer cuál fue el destino de las víctimas y dónde se encuentran sus restos.

Solo en los últimos años la voluntad política de apoyar estos procesos permitió que no solo se pudiera indagar sobre estos hechos atroces y aberrantes sino habilitar el juzgamiento de los responsables. Para ese entonces el Congreso Nacional las había derogado primero y anulado después y la Corte Suprema declarado inconstitucionales tanto las leyes cuestionadas, como los indultos dictados por Menem en 1989 y 1990.

Desde Septiembre de 1998, la Cámara Federal de La Plata había abierto la investigación sobre los hechos ocurridos en esa jurisdicción, una de las más castigadas principalmente las desapariciones forzadas.

Todos los miércoles, la Cámara recibe testimonios de familiares y sobrevivientes en base al “derecho a la verdad” reconocido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en su primera sentencia (“Velázquez Rodríguez Vs. Honduras, 1988) en la que señala a los Estados el deber de investigar debidamente: “...181. El deber de investigar hechos de este género subsiste mientras se mantenga la incertidumbre sobre la suerte final de la persona desaparecida. Incluso en el supuesto de que circunstancias legítimas del orden jurídico interno no permitieran aplicar las sanciones correspondientes a quienes sean individualmente responsables de delitos de esta naturaleza, el derecho de los familiares de la víctima de conocer cuál fue el destino de ésta y, en su caso, dónde se encuentran sus restos, representa una justa expectativa que el Estado debe satisfacer con los medios a su alcance.....”

Este marco permitió que Juzgados y Cámaras Federales abrieran la investigación, al principio simplemente para investigar los hechos y reunir evidencias. La nulidad de las leyes y de los indultos junto con la imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad hicieron renacer el reclamo social de juicio y castigo a los responsables.

Los “Juicios por la Verdad” permitieron colectar valiosa información que luego derivaría en la instrucción de causas penales y luego en los juicios orales donde se han condenado hasta ahora cerca de tres centenares de represores civiles y militares. En pocos días más le tocará a Olavarría ser sede de otro proceso que involucra a partícipes locales del último genocidio en Argentina.



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